El Hombre Público de siempre
Guillermo García Machado
El hombre público es un ser de
su tiempo. Vive los compromisos con su contexto histórico y lo hace de
múltiples formas. Julio Caro Baroja lo expresaba con rotundidad cuando en el
prólogo al texto titulado el “Laberinto Vasco” se expresa de la siguiente
manera “ los estudios y artículos reunidos en éste volumen han sido escritos al
calor de los acontecimientos. La vida pública, la situación política, han dado
motivo a la composición de algunos, que fueron redactados caso “ por encargo”.
Otros surgieron de mi mente atribulada y entristecida. No podrá buscarse en el
libro ni alegría por el presente, ni motivo de esperanza mayor para el futuro.
Su autor lo sabe y no le chocará que sea
objeto de la repulsa de muchos, que quieren seguir viviendo con ilusiones.
Ahora bien, querer tener y tener ilusiones es legítimo. Lo que se puede
discutir es aquello en que ciframos la ilusión. Porque si la ponemos en algo
que la experiencia demuestra que es más que problemático que exista o pueda
existir nos estrellaremos. Esto no es lo peor. Lo peor es que estrellaremos a
los demás Los grandes pensadores y , en general, todos los grandes hombres han
expresado e influido a la vez con sus
obras en las actitudes humanas frente al mundo. Las actitudes científicas,
religiosas o metafísicas, han modificado el sentido de las cosas, indicándonos
lo que es importante o admirable pero también aquello que es trivial o frívolo.
Pero, los grandes hombres- aquellos que trascienden su tiempo histórico- nos
han enseñado otras muchas cosas. Nos han enseñado, por ejemplo, que al tratar
de adquirir conocimientos sobre el mundo, externo o interno, advertimos y
describimos sólo alguna características del mismo, las que son, por decirlo de
alguna manera, públicas, que atraen la atención sobre ellos debido a algún
interés específico que tienen en investigarlos, debido a nuestras necesidades
prácticas o a nuestros intereses teóricos. Percibimos que progresamos en el
conocimiento en tanto que descubrimos algunos hechos y muchas relaciones, hasta entonces
desconocidas, en particular cuando éstas
resultan ser relevantes para nuestros propósitos principales, para la
supervivencia y todos los recursos que
comporta, para nuestra felicidad o la satisfacción de las diversas y
contrapuestas necesidades que determinan que los seres humanos hagan lo que
hacen y sean como son. El hombre público sabe que sus juicios no son “sólo”
privados, sabe que sus opiniones penetran las costras de la sociedad, sabe que
sus secretos sólo lo son si son fábulas compartidas. Pero el hombre público no
se parece a Eduardo Avinareta- aquél confabulador de lo imposible que tan bien
supo retratar Pío Baroja- sino al que sabe esperar aunque tema que el futuro le defraude y se haya jurado no
dejarse engañar más. La actitud del hombre público en nuestro presente tiene
seguramente más que ver con la de aquél otro que como describe Finkielkraut
tiene que encarar un tiempo donde “obtusas identidades, en efecto, ocupan el
escenario, y no doctrinas, principios o
programas. Lo universal desaparece en beneficio de lo singular, lo conceptual
en beneficio de lo contingente y la hermosa inteligibilidad del sentido acaba
destronada por un galimatías totalmente aleatorio”. Pero el hombre público tampoco
puede olvidar el peligro que representa aquello que dejara escrito Montaigne y
es que “quienes se ocupan de examinar los actos humanos en nada hallan tanta
dificultad como en reconstruirlos y someterlos al mismo punto de vista; pues
contradícense, por lo general, de manera tan asombrosa que parece imposible que
hayan salido del mismo magín”. El hombre público es alguien que aspira a comprender su tiempo, es alguien que quiere
trascender el estado de cosas, pero es alguien consciente que a la verdad y al buen juicio se llega, casi
siempre, por caminos tortuosos y no pueden confundirse ni los caminos con las
veredas ni el desvelamiento con la impostura.
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