Sunday, September 1, 2019


La Política como profesión
Por: Guillermo García Machado

Unamuno solía decir que no hay nada más parecido a una mujer pública que un hombre público. “La política”, comentó una vez Ronald Reagan, “se supone que es la segunda profesión más antigua, pero he caído en cuenta que se parece mucho a la primera”. Las situaciones políticas que han dado lugar a la invectiva ingeniosa, aguda o inteligente son semejantes en todas las sociedades y resulta una tentación compararlas o intercambiarlas con nuestro medio. A los moderados frente al conflicto, Churchill los fustigó: “Un apaciguador es aquel que alimenta a un cocodrilo con la esperanza de que se lo coma de último”. Henry Clay, legislador y político estadounidense, llamó al presidente Andrew Jackson “un ignorante apasionado, hipócrita, corrupto y fácilmente influenciable por los hombres más bajos que lo rodean”. El mismo Clay acusó a John Calhun de ser “un fanático rígido, ambicioso, egoísta, con mucho genio y muy poquito sentido común, que morirá como un traidor o como un loco”. Con un poco más de estilo se podría asociar al  dictador Chávez, expresidente de Venezuela, a la caracterización que hiciera Churchill de lord Charles Beresford: “Él es uno de esos oradores de quien se puede decir que antes de intervenir no sabe qué es lo que va a decir; cuando está hablando no sabe lo que está diciendo; cuando se sienta no sabe lo que dijo”. Para Hannah Arendt el mundo entre los humanos ―dinámico, relacional, frágil, musical y artístico―es el de la política. Éste se crea gracias a la isegoría, en la acción y con la firmeza de la palabra fugaz que dice porque es escuchada con prestigio, base del intercambio de posiciones, inteligencias y emociones, del trasvase de vida, a la hora de tomar decisiones públicas. La violencia sólo puede destruir este mundo cuando es total y arrasa sin dejar vidas ni piedras que den opción al testimonio. Para Arendt son las leyes —en su sentido romano, ligado a los conceptos de Alianza, Tratado y Promesa— quienes crean los espacios políticos donde movernos en libertad; lo que queda fuera, se queda sin mundo. Nuestra autora expulsa a la coacción y a la violencia de la política, y las acusa directamente de desertificar el mundo. El confundir con política algo que precisamente supone su catástrofe, como es la violencia, es un prejuicio a superar. Y superar los prejuicios es también tarea principal de la política, que se basa fundamentalmente en la capacidad de juicio. Si distinguimos entre fines precisos a alcanzar, una vez acaba la acción, y el sentido que se encierra en la misma para así mantenerla, apreciamos que “aunque el fin sea la libertad, el sentido encerrado en la acción [de la violencia] misma, es la coacción violenta”. Con este punto de partida, podríamos continuar ahondando con la misma tradición de la teoría política —desde Tito Livio o Giambattista Vico hasta la propia Arendt— que ha insistido en una visión de la política limpia de violencia, tanto a la hora de fundar el cuerpo político como en la recuperación de la política tras períodos de ruptura donde el estado de naturaleza ha irrumpido con violencia, ésta última como vehículo de transición.

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