Gol en
dictaduras
Guillermo
García Machado
Traemos
a colación la narrativa de Alejandro Caravario (nació
en Buenos Aires en 1963). En más de 20 años de actividad en el periodismo
gráfico. Para darnos cuenta del uso del deporte para recoger adeptos a la causa
política, sea ésta buena o mala. Como Mussolini en 1934, la dictadura militar
argentina hizo del Mundial de 1978 una causa nacional, en busca de aire y una
imagen presentable para su gestión de muerte y rapiña. De modo que el éxito en
la competencia deportiva implicaba -aunque los jugadores no se lo propusieran-
un espaldarazo para los responsables del golpe. Así, mientras el público
gritaba con candidez los goles decisivos de Kempes en la final ante Holanda, un
sistema de campos de concentración aniquilaba a una generación de militantes
populares. Tal dualidad es la que ensombrece el logro acaso lícito del equipo
que dirigía César Menotti, curiosamente un simpatizante de la izquierda que
logró su esplendor profesional con el equipo bendecido por los dictadores
Videla, Massera y Agosti. ¿Fueron los futbolistas y sus entusiastas seguidores
cómplices involuntarios del fortalecimiento de un régimen genocida? Es la
pregunta que convierte aquella fiesta que llenó las calles en un peso para la
conciencia. En un premio que, aunque merezca la consideración deportiva y el
elogio sincero, se reduce en el recuerdo -en mi recuerdo, al menos- a mera
ficción y propaganda. Se presenta arduo deslindar los intereses de la dictadura
y el fútbol puro. La ignorancia de muchos de los actores, y principalmente del
público, acerca de los horrores clandestinos de los militares tal vez explica
el fervor irrestricto, el éxito político del Mundial. Pero también es conocido
el relato de Hebe de Bonafini, presidenta de Madres de Plaza de Mayo: al mismo
tiempo que lloraba en la cocina por el hijo desaparecido, su marido (quien
estaba más que informado sobre las prácticas represivas del gobierno) celebraba
goles y taquitos frente al televisor. De todos modos, no era necesario acceder
a los secretos de las catacumbas para comprobar la destrucción económica y la
supresión de las libertades que impulsaban los uniformados. Es probable que,
aun a sabiendas del provecho que significaba un triunfo en el Mundial para los
dictadores, el voluntarismo popular pretendiera resguardar el fútbol (como si
fuera un tótem, un objeto sagrado inmune a las contaminaciones sociales y a los
alcances de la muerte), aislarlo de los usos del poder. No asignarle (ni
permitir que se le asignara) otro sentido que el de la provisión de alegría y
orgullo. Gobernara quien gobernara, cayera quien cayera, los ritos del hincha
permanecerían intactos, regidos por la pelota y su mundo simbólico autárquico. En
fin, la revisión histórica y el debate retrospectivo seguirán abiertos. Por
suerte. En cualquier caso, lo que no se puede negar es que el Mundial argentino
fue tanto de Kempes y de Fillol, por nombrar dos puntales de aquel once, como
del triunvirato de sátrapas que usurpaba el poder. El día mismo del golpe, el
24 de marzo de 1976, los militares se ocuparon de que se mantuviera en la
agenda televisiva el partido que debía disputar la Selección ante Polonia. Fue
de lo poco que dejaron en pie. Luego, con el acompañamiento de la FIFA (su
presidente, Joao Havelange, hizo muy buenas migas con el vicealmirante Carlos
Lacoste y hasta lo nombró vicepresidente de la entidad con sede en Suiza), los
militares se abocaron a la realización y refacción de estadios en apenas dos
años para cumplir con el compromiso asumido. Para eso, destinaron un
presupuesto nunca verificado, manejado en forma discrecional y sin rendición de
cuentas. En esta operatoria se destacó justamente Lacoste, patrón del EAM 78
luego del asesinato del general Omar Actis, muy probablemente a manos de la
Marina, pues así dirimía Massera las disputas internas con las otras fuerzas y
con quienes obstruían sus decisiones y deseos. El resto lo hizo el equipo de
Menotti, que tuvo su etapa más lucida en el segundo tramo de la competencia.
Aunque quizá haya recibido alguna ayuda indebida. Así lo sugiere el sospechoso
6-0 ante Perú que le abrió las puertas de la final.
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